«De la traquea solo me salían ruidos y chasquidos. Aunque no pude pronunciar palabra, las sentía resbalar en mis cisuras cerebrales, chirriaban en sinopsis y caían sobre mi vista como luciérnagas, las palabras vibraban en el tejido interno de mi garganta, mi retina las separaba por sílabas, pero no lograban salir de mi organismo. Por lo menos no por la boca, aunque yo las oía como cuando se oyen los latidos de uno mismo antes de dormir y con la cabeza apoyada en la almohada.

Esa mudez no me preocupó. Creí que era un pasmo ante la nueva realidad o el cansancio del viaje. Asumí ese estado de mudez de forma tan natural como un hombre de mediana edad asume la calvicie en ese instante en que se queda con un manojo de sus propios pelos después de peinarse. Asumí esa pérdida de mis palabras como si perder el lenguaje se tratara de perder peso. No nos alarma que la ropa nos quede más holgada de la noche a la mañana. Lo mismo me sucedió al descubrir la súbita imposibilidad de articular discurso. Una holgura y liviandad extraña. Quizás el lenguaje me ajustaba, me pesaba. Podía pensar, entender, reír, mover brazos y piernas, abrir y cerrar ojos, dormir y controlar mis esfínteres. Quizás la mudez era una necesidad orgánica, el cuerpo pidiéndome silencio. Perder el discurso era una manera de regular mi organismo, una cura de silencio, por qué no. Si hay curas de sueño, por qué no de silencio, me dije sin decir palabra.»

Claudia Ulloa Donoso: Yo maté a un perro en Rumanía

Imagen: Sanctuary Painting, de Ethel Vrana

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