«El lenguaje de cada uno es positivo, dice algo, pero se degrada en el entendimiento del otro, se convierte en un cascarón vacío, en un balbuceo extraño. Por más clara que sea la dicción, por ejemplo, de un sujeto que habla español, el otro, un vietnamita, digamos, no entenderá un carajo. Sucumbirán a la desesperación. Pero entonces, el primero recurrirá a las expresiones paralingüísticas. Cerrará su mano, juntando los cinco dedos, y la llevará a su boca abierta, mientras sus ojos se dilatan y las cejas se arquean. El otro, sin ningún problema entenderá: «Comida», y le señalará a su interlocutor mudo la trayectoria que debe seguir al más próximo restaurante. Sin embargo, esto ocurrirá gracias al silencio, y no al abuso de la resonancia. No digo que mi madre no entendiera los enunciados o que no hablara nunca, sino que había desarrollado un músculo invisible en su lengua que le permitía comunicar mucho más con el silencio que con el habla. Así que, al verla ahí echada sobre la cama, lo único que me sentí capaz de hacer fue cerrar la boca y ofrecerle un discurso sigiloso que le permitiera desarrollar su narrativa interior, que no confundiera el relato cerebral con las palabras físicas que se estrellaban infames en la envoltura de su letargo.»
Franco Félix: Lengua dormida





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