Mi madre, harta de mi cháchara, me decía a veces “come y calla” y también me decía “si es un perro te muerde», lo cual me daba mucha rabia, sobre todo porque tenía razón. Mi padre, en cambio, recitaba a Ramón de Campoamor y decía: “Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”, lo que venía a compensar el exceso de realidad de los dichos de mi madre.

Las palabrotas estaban proscritas del lenguaje de mi madre y por ende del nuestro, aunque a veces se le escapaba un «mecagüen la mar salada» o un «eme» que eran ya lo más de lo más, momento de esconderse debajo de la mesa por lo que pudiera volar.

Mi hermano en cambio, quién sabe por qué, siempre fue muy de onomatopeyas. Sabía imitar el sonido de un tren, acompañar los disparos de su fusil con un “piiiñaaaa, piiiñaaa” y proferir un sonido extraño que parecía un caballo cabalgando. A mí esto me gustaba mucho porque parecía que estabas escuchando la radio cuando contaban historias y con el sonido de fondo se imaginaba uno la lluvia, la puerta que se cerraba o ese tipo de pasos que te ponen la piel de gallina. Y como no teníamos televisión, pues nos las apañábamos con lo que había.

Imagen: Special Summer Feelings, de Peter Nottrott

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