Leo a Leila Guerriero y escucho su voz enhebrando las frases. Esa cadencia tranquila que reproduzco con acento argentino. Leo a Leila Guerriero y sus recuerdos se convierten en los míos, dice calcomanía y me vienen a la cabeza aquellos dibujos sencillos que pegaba en el cuaderno o en mi brazo. Dice Leila Guerriero que su padre le leía un cuento y recuerdo al mío cuando nos contaba dos cuentos a la vez a mi hermano y a mí: a mí de princesas, a mi hermano de vaqueros, y nos entraba la risa a los dos porque no sabíamos cuándo terminaba el trozo de la princesa y empezaba el del vaquero.
Y así leo a Leila y mi cabeza se va a un sitio paralelo. Qué capacidad la de los escritores que convocan en uno la tristeza, el miedo, la ternura o el alborozo. Sin compartir con ellos ni la edad ni el país ni la cultura, cómo nos despojamos de todo lo particular y pasamos a ser humanos y sentimos lo básico, lo de más adentro, lo que nos une.
Cuando leo La llamada, de Leila Guerriero, entro con ella en la Argentina de los coroneles, en la ESMA, o le sigo por Madrid cuando viene a entrevistar al exmarido de Silvia Labayru y asisto sin hacer ruido a las vidas que cuenta. Compongo en mi cabeza el puzzle del que ella reparte las piezas. Y cuando lo terminamos ella y yo, me siento huérfana, qué haré ahora, qué harán Silvina y ella, cómo haré para seguir sin saber de ellas ahora que se habían convertido en mis amigas.
La foto de Leila Guerriero es de Ale López.





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