«Mi madre y yo siempre volábamos a Seúl con Korean Air. Ella cogía un periódico coreano perfectamente doblado de las pilas dispuestas al final de la pasarela de acceso al avión y se abrochaba el cinturón antes de lanzarse a leer con entusiasmo en un idioma al que apenas tenía acceso en casa. Las auxiliares de vuelo, hermosas mujeres coreanas de larga melena negra y cutis liso y lechoso, daban las últimas vueltas por el pasillo y poco a poco, como ocurría en H Mart, el espacio transitorio por el que nos movíamos adquiría contorno y color, la impresión de nuestro destino generada mucho antes del aterrizaje, como si la produjera la cabina presurizada.
Ya estábamos en Corea: la conocida cadencia del idioma del país llegaba desde los asientos contiguos, las azafatas caminaban con una postura perfecta, enfundadas en su almidonada chaqueta azul empolvado, pañuelo a juego, falda de color caqui y zapatos negros de tacón. Mi madre y yo compartíamos un bibimbap con gochujang, que venía en unos tubos en miniatura, como el dentífrico de tamaño viaje, y oíamos cómo aquellos que se quedaban con hambre pedían fideos instantáneos.
Cuando Peter y yo ocupamos nuestros asientos, las primeras señales de esa ilusión volvieron a aparecer y los sonidos familiares del idioma coreano me alcanzaron por encima del zumbido de la turbina. A diferencia de lo que me ocurría con los idiomas optativos que había estudiado en el instituto, había palabras coreanas que entendía sin haber aprendido jamás su definición. No existe ninguna traducción transitoria entre una lengua y otra. Hay conceptos del coreano que simplemente se hallan en algún lugar de mi cerebro, palabras impregnadas de su significado más puro, no de su sustituto en inglés.»
Lágrimas en H Mart, de Michelle Zauner
Imagen: My Homeland, de Li Songsong





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