Cuando levanté la persiana llovía sin parar, recordé que era julio, que no debía llover y me pareció bien aquel desacompasarse de las estaciones. Llovía con saña, con intención, sin descanso. La ciudad se llenaría de charcos, seguramente ya estaría anegada. La gente estaría cambiando los planes en aquel momento, hoy no va a haber playa, qué haremos con los niños, cómo entretendremos su día…
Me gusta la lluvia, pensé, me gustan las nubes y no sé porqué. Quizás es porque la lluvia nos permite no ser felices, nos resguarda del sol, de esos días demasiado luminosos que no nos dejan ver bien las cosas.
La lluvia es el paisaje de mi tierra, el sirimiri de mi infancia. La lluvia lo tiñe todo de verde, nos empapa de promesas de fertilidad y cosechas. Donde no hay agua, solo queda el polvo, la tierra seca y las grietas.
Imagen: Table in Sun, de Kim English





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