A veces en su casa reina el silencio. Un silencio lleno de murmullos, de marmar*, de aspavientos. Un silencio aderezado con suspiros y resoplidos. Un silencio pesado, denso, de esos que succionan el aire de la habitación en la que estamos. Es como cuando se quema el aceite y se llena la cocina de humo y tienes que correr a abrir el balcón, así son los silencios de su casa: irrespirables, densos como el vapor de un baño turco.

Ha probado a marcharse de la cocina pero las voces del silencio le seguían por todas las habitaciones. El silencio estaba allí donde iba, pegado a la nuca, susurrándole reproches y culpas. Era como un globo, como un bochorno, una atmósfera pesada. Se metió debajo de la cama, como cuando era niña y venía el practicante a pinchar a su abuelo. Debajo de la cama oía su respiración asustada y la voz del practicante buscándole ¿dónde está esa niña traviesa? Esa amenaza concreta era mejor que el silencio.

*Término en euskera. Significa ‘murmullo, susurro, rumor’.

Imagen: Zuleika, de John Singer Sargent

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