Mi madre sabía cambiar los cristales de las ventanas. Cuando un cristal se rompía mi madre compraba uno nuevo, limpiaba bien los restos del roto y encajaba el nuevo sujetándolo con unos clavitos, le ponía masilla todo alrededor y lo ajustaba apretándolo bien con el dedo. Yo la miraba hacer maravillada.
Mi madre sabía coser también. Dibujaba un patrón en un papel, lo ponía encima de la tela y la cortaba dejando un par de dedos de margen. Pegaba pieza contra pieza y las sujetaba con alfileres, después las sobrehilaba. Probaba la prenda, a veces a clientas a veces a mí, y después la cosía. Hacía los ojales, cosía los botones, et voilá!
Mi madre sabía arreglar un enchufe. Soltaba los tornillos, sacaba los cables, los pelaba, les ponía esparadrapo y los volvía a conectar. Mi madre sabía pintar las paredes y blanquear el techo. También pintaba las sillas, las mesas y todo aquello de madera que necesitara una mano.
Mi madre no cocinaba muy bien, se ve que lo que se suponía que debía hacer no le motivaba. No hacía flanes como yo pensaba que hacían otras madres, compraba un sobre, le echaba leche y ya.
Mi madre sabía hacer muchas cosas útiles, pero las emociones se le daban muy mal. Quizás le parecían inútiles.
Imagen: Under the Shadow of the Tent, de Helen McNicoll





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