“Uno escribe algo para contar otra cosa”, dice María Gainza en El nervio óptico y me quedo pensando que sí, que seguramente escribimos algo queriendo decir alguna cosa distinta.
Cuando escribo de lo que me cuentan las mujeres, algunas conocidas y otras no, esas que desgranan sus historias cotidianas como sin venir a cuento, supongo que al fin estoy hablando de aquello en lo que se nos va la vida, de por qué tenemos que cuidar tanto o por qué sufrimos por un hijo que se va, o cómo hacemos para acomodarnos con el cuerpo que nos ha tocado en suerte.
Supongo que cuando hablo de esa tía mía que lee las esquelas, en realidad hablo del espanto de llegar a una edad en la que atisbar entre las páginas del periódico quién de los conocidos de uno se ha muerto y quizás cuando hablo de viajar estoy pensando en el artículo de Leila Guerriero sobre si volver o no.
Y así, necesitaría una una psicoanalista subida a la chepa que le fuera destapando las frases, desbrozando la naturaleza de las emociones que van apareciendo aunque se escondan debajo de las sábanas.
Lo que una no quiere decir pero dice es como esos hongos que se esconden bajo las hojas secas del bosque por ver si así, camuflados, se salvan del humano que los busca con ansiedad.
Imagen: Día de sol, de Jesús Manuel Moreno





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