Cuando éramos pequeños mi hermano y yo íbamos a buscar moras. Yo llevaba una cesta de mimbre donde recogerlas, aunque algunas se quedaban por el camino, es decir, nos las comíamos intentando que no nos dejaran mancha en los labios para que nuestra madre no se diera cuenta.
Las cogíamos de las zarzas buscando las más grandes, las más maduras. Yo procuraba coger las altas y dejarle a mi hermano las que estaban más abajo. Llegábamos a casa con nuestro cargamento felices y nerviosos, mi hermano gritando, ama, ama, traemos moras. Llevar comida a casa era algo muy importante.
Nuestra madre se ponía contenta porque le gustaban mucho las moras. Las lavaba en el recipiente donde ponía la pasta cocida, las sacudía bien y luego las pasaba a una ensaladera. Les echaba azúcar y vino tinto. Vino sí, entonces los niños bebíamos vino con gaseosa y tomábamos café con leche.
Merendábamos moras con vino y azúcar y no podíamos ser más felices. Busco con afán aquellas moras pero ya las moras no saben a nada, ni siquiera las de las zarzas.
Imagen: Flower Stand, de Pan Yuliang





Deja un comentario