Se podría decir que empezar un libro -a no ser que el autor sea un valor seguro- es como abrir la caja de bombones de Forrest Gump, nunca sabes lo que te vas a encontrar. Si el libro es bueno, si te atrapa, es una promesa de disfrute, es como ser adolescente y tener toda la vida por delante, todo es posible.
Deslizas los ojos por la página y piensas qué frase tan buena, qué inesperado este personaje, qué cierto esto, qué sorprendente esto otro. Y tu cabeza se acopla, se despega del presente, se va y se concentra en la historia que lee. Ya no existen los problemas cotidianos, las preocupaciones, los ruidos… Solo existe el personaje principal, sus problemas son los tuyos, tienes que hacer frente al mantenimiento del Imperio Otomano o librarte del asesino que te pisa los talones… da igual que sepas que tienes un libro en las manos, cuando tienes asuntos de tamaña envergadura, lo trivial desaparece; a quién le importa a qué hora te tienes que levantar mañana o si tienes que poner el lavavajillas.
Y cuando al fin cierras el libro, cuando te tienes que ir o cuando se te caen los ojos de sueño, piensas en cuándo volverás a tenerlo entre las manos. Cuándo volverás a vivir en él, cuándo volverás a saber de esos personajes que ahora forman parte de tu vida.
Imagen: Joven decadente, de Ramón Casas





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