Su novio era un hombre de palabra. Eso le gustó mucho de él desde que le conoció porque su madre siempre le decía, hija, no te fíes de los hombres, que para conseguir lo que quieren te dirán cualquier cosa, los más zalameros los más peligrosos. Al principio no sabía muy bien a qué se refería su madre con eso de «lo que quieren» pero luego ya de más mayor pues sí, ya enseguida se dio cuenta.
Su novio era un hombre de palabra. Él le decía te quiero ver aquí a la salida del curro a las 8 y más le valía estar a la salida del curro a las 8 porque si no, se iba a enterar. Él decía que era importante no desdecirse porque se pierde autoridad, así que él equivocarse, lo que es equivocarse, no se equivocaba, que igual a ella le parecía que las cosas no eran como él decía pero le juraba y perjuraba que eran así y mejor callar que estar escuchándolo gritar con el dedo índice levantado enfrente de su nariz.
Su novio, además de ser un hombre de palabra, era un hombre de refranes. Se sabía muchos. Decía que los había aprendido de su padre, que tampoco se equivocaba nunca. Le mira la Yoli a su futura suegra y qué penita le da la pobre. Porque mira que ella por lo menos va a trabajar, pero esa mujer todo el día metida en casa con ese cafre…
Su amiga, la de desde chiquititas, tenía un novio que era muy callado, muy suyo, que no decía ni refranes ni apenas nada y la Yoli a veces le decía, tendríamos que cambiar, Jennifer, que a mí este me tiene loca de lo pesado que es y a ti el tuyo te tiene aburrida de tanto silencio. El otro día estuvo sembrada la Jennifer, oye, mira, le dijo, ¿y si nos quedamos tú y yo y los plantamos y que les den? Y desde entonces, ahí está la Yoli, dale que te pego a la cabeza, que no se le había ocurrido pero lo cierto es que con la Jennifer se iría al fin del mundo.
Imagen: The Jewess, de Amadeo Modigliani





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